Alicia en el país de las maravillas

Mi valoración de Alicia en el país de las maravillas puede resultar fundamentada bajo los puntos de vista que tengo en la actualidad. Soy una persona supuestamente adulta (por suerte, sólo supuestamente), que ha leído mucho y que se ha creado unas espectativas, pero que quince o veinte años atrás tenía otras ni mejores ni peores, si no diferentes, como decía aquel presentador. Eso me crea la duda de que si ahora releyera libros que en mi adolescencia (o antes) me parecieron deliciosos, quizás ahora los encontraría poca cosa.
Hace poco, un amigo mío me preguntó que como podía darle un 8,5 a un libro como El Retorno de los dragones de Weis & Hickman, cuando había otros de mejores que criticaba más duramente. Mi respuesta fue clara: En el momento que lo leí lo encontré muy bueno, ahora quizás me guiaría con otros valores pero igualmente intentaría respetar mi valoración inicial. Con Alicia en el país de las maravillas me pasa algo parecido (salvando las distancias). Su estilo es claramente juvenil, incluso infantil, pero tiene ideas, tiene fluidez, tiene naturalidad y tiene un estilo propio que tengo que juzgar, ahora que tengo 31 años, con la visión de catorce o quince ¿o quizás no? ¿Me gustaría de la misma manera ahora aquella novela que se llamaba La Señora Frisby y las ratas de Nimh? ¿Cambiaría mi enfoque o intentaría volver a ser un chico de catorce años perplejo todavía por un Señor de los anillos que le marcó tan profundamente?
Lewis Caroll (Seudónimo de Charles Dogson) creó en 1865 un cuento teóricamente dirigido para los niños, pero con algunas ideas revolucionarias que quizás han hecho que perdurara hasta hoy. Dentro de la más estricta loca fantasía, sin reglas, sin moralejas, nos narra una historia bajo la inocente mirada de una niña de buena cuna, acostumbrada a las buenas maneras y a la alta educación que ve como de sopetón su mundo se gira al revés escuchando hablar animales, observando cómo su cuerpo cambia de tamaño, jugando partidos ridículos de croquet con cartas humanizadas o intentando que la mítica reina de corso no le corte la cabeza.
Carroll hace una crítica a esta sociedad victoriana acomodada con palabras sencillas, con metáforas escondidas (parodiando canciones, riéndose de personajes que podrían ser reales) como para dar alas a la imaginación de los niños y para hacerles salir de aquella apática vida rutinaria. Y eso lo hace a través de las más absurdas situaciones, las más inverosímiles, pero las que quizás afectarían más a un oído o a una lectura infantil de la época. Nunca pretende dar moralejas, al contrario, se ríe descaradamente en algunos pasajes de ellas y quizás me atreviría a decir que de paso se mofa de toda la monarquía inglesa
Es un hecho que el libro ha perdurado hasta nuestros días, quizás también debido a la versión cinematográfica de Disney (que no he querido ver hasta haberme leído la original demasiadas veces las versiones azucaradas de esta compañía me han decepcionado).
Una novela pues, escrita para niños pero que si uno se integra en ella puede descubrir algunos pasajes deliciosos. En esta edición hay que sumarle el hecho de que las ilustraciones que la componen son las originales, realizadas por Jhon Tenniel y que son pequeñas joyas que realzan la novela.
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ana -